Luz del alma, luz divina,

faro, antorcha, estrella, sol...

Un hombre a tientas camina,

lleva a su espalda un farol

 

Aquel célebre poema de Antonio Machado rima a la perfección con el crujir de una madera que, gubia tras gubia, irá convirtiéndose en luz. Transformar la materia prima en arte sacro no es competencia de ninguno de los artesanos que pertenecemos al gremio laboral de las hermandades. Son éstas, más bien, las que imprimen, con sus caricias y sus rezos, con sus ilusiones y sus desvelos, una pátina sagrada que convierte a una madero desguazado cualquiera en una hermosa demostración de destreza espiritual, en la que la devoción y el arte solo se ve reflejados si nacen de la devoción sincera y desnuda.

 

Y esa devoción surgió muchos años atrás. En una gélida madrugada de Viernes Santo, donde la Humildad se postraba en cada uno de los zaguanes de las calles de tu barrio. En el Paciente paso con que encarabas calle Cervantes, al acompasado silencio al que nos obligaban los sones de la Madrugá. En la triunfal Priego, cuando el sol se aupaba a las azoteas para calmar, con su calor, las heridas que te desgarraban el alma. Momentos vividos en una infancia que se agolpaban en mi mente, bajo el sutil disfraz del recuerdo, mientras trazaba volutas en los faros que hoy marcan, más que tu camino, el nuestro.

 

Faros que alumbran una madrugada de encanto, en la que el cofrade egabrense, cuando alza la mirada para encontrarse con la tuya, busca esa luz que yo, paradójicamente, encontré labrando los faros que hoy, a tus pies, hacen de la oscuridad, llamarada.

 

Si todos estamos de acuerdo en que un amigo es como un faro, cuya luz nos guía, no cabe la menor duda. Mis manos hicieron el faro. Y mi Cristo, y mis amigos de la Humildad y Paciencia, son mi luz.

 

Gracias.

 

Manuel Jurado Moreno